A veces la casa de los amigos está a dos metros y medio del infinito. Enciendes el GPS del iPhone, tecleas la dirección y en la pantalla sale un enorme dedo corazón enfocando hacia tu cara con una frase al final que dice: “Esta dirección o es inventada o me estás tomando el pelo. Hace calor y no estoy para jueguecitos, así que no me vaciles chaval”. Insistes dándole al botón de “Buscar dirección” y la bolita del pensamiento del iPhone se vuelve loca.
“Me parece que la casa de Leo y Sole no existe”, me dice Lorena.
“Pilla mi iPhone que seguro que él te dice dónde está”, le contesto sintiendo cada gota de sudor que brota de mi sobaco.
Son las cinco de la tarde de otro sábado veraniego en South Australia. Tenemos cena en la nueva casa de nuestros amigos argentinos. Han terminado de construir la piscina (pileta para ellos) en su jardín y nos invitan a probar su nueva barbacoa.
Mi iPhone se comporta como un caballero y nos lleva hasta delante de su casa. Se queda sin batería por el esfuerzo y me pide un par de horas de abstinencia direccional para recuperarse. “Well done, dude”, le digo antes de guardarlo en el bolsillo de mi cartera.
El barrio dónde viven parece desértico. Hay una docena de casas en construcción y por primera vez vemos cómo es el proceso de construcción de una casa australiana. El esqueleto de madera delimita cada habitación. El techo se corona con una cúpula de madera maciza que en noches de tormenta intensa no servirá para detener los rayos más devastadores. Luego colocan las ventanas dentro de los huecos habilitados para ello y van rellenando el espacio que dejan las varas de madera con ladrillos de mentira que dejan la casa preparada para que cualquier cerdo de cuento de niños venga a soplar y la tire abajo.
Llegamos otra vez los primeros a la cena. También vendrán Fabio, Caterina y Claudio, pero su GPS no está a la altura y llegan tarde. Mientras esperamos, nos ganamos a los niños con cosquillas y juegos de “dónde estás que no te veo”. Me pongo a jugar con los dos hijos de Leo y Sole y alucino de lo bien que hablan inglés. Son australianos de padres argentinos, pero claro, el idioma en el colegio, con los amigos, en la televisión, es el inglés desde que nacieron. En éstos momentos es cuando echo de menos no poder sintonizar en casa la ABC Two, la televisión que se pasa el día emitiendo dibujos animados.
Cuando llegan los italianos, la barbacoa está repleta de peces con verduras envueltos en papel de aluminio que saben deliciosos al salir de su escondite. El sushi se lo come Liam, el hijo pequeño, mientras Lorena le hace trenzas de princesas indias a Layla, que se ha hecho muy amiga de ella.
La sobremesa se reparte en bromas idiomáticas que nos hacen reír en cada frase mal dicha por alguno de los que no tenemos un nivel demasiado alto de inglés.
“¿Cómo se dice “espina” en inglés?”, pregunta alguien.
“Debe ser “espain” o algo así”, contesto yo.
Con el inglés hay que hacer como con el catalán. Imagínate que tienes una palabra en castellano, pongamos “Bocadillo”, pues para saber cómo se dice en catalán, solo hace falta poner acento catalán y quitarle la última letra: “Bucadill”. Que es de jamón y queso: “Bucadill de jamó y ques”, y te quedas tan a gusto.
Claudio se marcha a trabajar durante 6 meses a Port Lincoln. Para llegar hasta allí hay que coger un avión de una compañía tan barata que no tiene ni nombre. Las azafatas están a punto de jubilarse y hace años que no han visitado al dentista. Tienes que llevar tu equipaje encima de las rodillas y el café que sirven en el vuelo, que por suerte solo dura 45 minutos, es mucho peor que el mejor diurético del mundo. “Abstenerse a tomarlo”, dice Caterina.
La noche se alía con un viento frio que nos mete dentro de la casa. La velada se acaba con la imagen de los papis subiendo por las escaleras llevando en brazos a sus hijos reventados de un día tan intenso para ellos. Nosotros también nos tenemos que despedir, porque llegar a casa desde el infinito es siempre una labor dura.
Si miro la hora de un reloj de Buenos Aires ahora serían las 7:15 de la mañana. Aquí es casi hora de irse a dormir. Son las 20:45 del mismo día y las luces del jardín del vecino se acaban de apagar. Me queda 1 hora y 1 minuto de batería en mi portátil, pero mi iPhone tiene la batería al 100%. Lorena esta resucitando su portátil por quinta vez desde que lo tiene. Esperemos que pronto esté preparado para recibir las últimas páginas de su tesis doctoral y nos podamos ver pronto en casa.
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