“Cuando nací, mis padres se equivocaron al ponerme el nombre. No importa ahora cómo me llamaba, pero desde que tuve conciencia de las cosas, sabía que ése nombre no iba conmigo. Tenía que esperar a cumplir los 18 para bautizarme con el alcohol de mis noches de fiesta. Ya desde pequeño, en el colegio, yo no veía los mismos dibujos animados que mis compañeros de clase. Ellos hablaban de abejas y saltamontes de nombres ridículos y yo les decía que mi abeja Lexiaram nunca jugaba en el mismo panal que su amigo Karlovy. Casi ninguno me hacía caso, me dejaban de lado y no querían jugar conmigo. Yo atrapaba moscas al vuelo, les arrancaba las alas y las ponía encima de un terrón de azúcar hasta que morían de diabetes.
Mis padres siempre pensaron que era sordo. Nunca giraba mi cabeza cuando me llamaban con ese nombre estúpido. Me dejaron por imposible y llegué a la adolescencia con la única vocación de ponerle nombre a las cosas. Me llamo Janot Ayoub y me dedico a ponerle nombre a las cosas.
Fui bajista de un grupo de música, pero mis compañeros se desesperaban conmigo. Me sentaba en una esquina y fabulaba los nombres de los discos que íbamos a publicar.
“El segundo disco lo llamaremos: “Sonámbulos en el desierto”, qué os parece chicos”, y ellos me miraban con desidia y exhalaban el humo de sus porros de María deseando que alguna parte alcaloide de las drogas que usaban para inspirarse llegase a mi cerebro.
“Quieres callarte de una vez y venir a tocar, asshole”.
“Y al primero lo llamamos: “Acupuntura para peces”, y damos el pelotazo en todo el mundo”. Esa fue la última frase que dije antes que me despidieran como bajista del grupo. Nunca llegaron a nada, solo consiguieron grabar una maqueta, y le pusieron como título una frase que les había dado yo antes de marcharme: “Maya no vivió nunca aquí”.
Abandoné la música y decidí que a partir de entonces sería poeta. La gente normal decide ser médico, abogado o bombero, yo escribí una docena de libros de poesía que no interesaron a ninguna editorial y me fui a vivir a Tokio con el dinero que dejaron mis padres al morirse.
Ahora voy a terapia de acupuntura con el Doctor Cho, un chino de origen coreano que vive en el mismo barrio que mi primera novia japonesa, Haizea.
El Doctor Cho tiene una bañera gigante llena de peces de colores. Bucea con ellos y les coloca agujas de seis pulgadas en el cerebro para que naden más rápido. Después de mi sesión de acupuntura, sumerjo los pies dentro de su bañera, y los peces me comen las pieles muertas de mis pies. Esto me pasa los días que voy a visitar al Doctor Cho. Entonces me acuerdo del título del tercer disco de la que fuera mi banda y me da por afeitarme con pasta de dientes y por usar crema de afeitar para cepillarme los dientes. Me acuesto con chicas a las que les escribo notas de amor, que en realidad son títulos de canciones que nunca serán éxito y ellas se van felices a sus casas creyéndose que las quiero y oliendo a una mezcla extraña de jabón y dentífrico.
Hoy me acordé de mis amigos australianos y les decidí regalar una entrada en su blog. “Siempre creí que Manuel Colorado te sentaría mejor como nombre que el que realmente tienes”, le digo siempre a Sam. Él nunca me dice nada y me da un par de golpes en la espalda, como queriendo demostrar que los dos años de diferencia que nos llevamos le da derecho a tratarme como si fuera mi hermano mayor.
“En cambio Lorena tiene un nombre que va perfectamente con su manera de sonreírle a la vida”, y me mira y me da su bendición. “Maldito técnico de laboratorio sin trabajo”, pienso antes de desearles que después de Australia se vengan a Japón y “nos dedicamos todos a vivir del cuento”.
Sam se ríe y sé que no le importaría nada vivir del cuento si alguien le dijera que sí.
Lorena tiene el futuro en sus manos y la cabeza en esa cura del cáncer que alguna vez logrará.
Son las 17:58 en Tokio y mi tercera novia japonesa, Tamika, quiere que le ponga un nombre a su nuevo pez globo: “Ovalo, que no es palíndromo pero suena también perfecto si lo lees al revés: Olavo”. Ella me sonríe y me da un dulce beso en la mejilla. Australia solo nos lleva dos horas de adelanto, así que el futuro no está tan lejos de aquí.
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