Fin de la Primera Parte de las aventuras de Lorena y Sam en Australia. Si quieres saber cómo nos va:

Y ahora, ¿Cómo es el invierno en Australia?

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lunes, 21 de febrero de 2011

14/02/11 Un sueño con sabor a ajo

A veces te metes en la cama pensando que vas a descansar de un duro día y te encuentras que tu cabeza tiene ganas de divertirse a tu costa. Esta noche tuve este sueño.

Mis dedos olían a cebolla, pero me había pasado la mañana pelando ajos. Mi perro se había convertido en un gordo gato de angorina, que me miraba con cara de pocos amigos. La chica que se había quedado a dormir, era un hombre de pelo canoso y bonita sonrisa que me llamó con el nombre de una mujer que no conocía. Me toqué la cara; mis pómulos prominentes, los labios con un centímetro de silicona de más, la barbilla sin el hoyuelo que heredé de mi madre, la barba de tres días; todo había desaparecido para convertirse en una piel fina de bebé. Bajé mis manos hasta los pechos: erectos, firmes, con un pezón de aureola rosada. El sujetador era negro, de copa ancha y un poco de relleno Miré debajo de un pijama a cuadros rojos y blancos, yo que siempre había dormido sin ropa y no encontré lo que había tenido desde siempre. El pantalón corto para mitigar el calor me quedaba demasiado apretado; ayer era 13 de febrero y hoy el sol se colaba por la cortina azul de la cocina con toda su fuerza como si fuera 16 de agosto.

El hombre entró en la cocina de nuevo y me pellizcó el culo. Un poco de celulitis y piel de naranja; las piernas terminaban en unos pies diminutos que bailarían en los zapatos del número 45 que recordaba calzar. El hombre me besó en la mejilla, mientras bebía el zumo de naranja que le había preparado antes de pelar los ajos.
“Los niños siguen durmiendo; recuerda que hoy no tienen colegio”, tomó otro sorbo de zumo de naranja y continuó hablando antes de que yo pudiese decir nada. “Que el otro día me dijiste que este verano era el más frío de tu vida, y que tú 27 de julio parecía mi 12 de enero”. Me volvió a besar, esta vez en el pelo. Largo, de un negro teñido, no logré ver si tenía mechas caobas. “Me marchó cariño. No vendré a comer”.

No dije nada. “Tenía hijos”, pensé. “¿Dónde estaba?”. Recorrí la casa como si fuera la primera vez que había estado allí. El comedor con muebles blancos, un sofá de piel, una inmensa cristalera con fotos de familia, una televisión de pantalla plana y cuadros abstractos con formas de espermatozoides a punto de fecundar un óvulo. Tragué saliva. Me acerqué hasta el balcón, que hasta ese día daba a la plaza del centro de la ciudad; un inmenso jardín con piscina, dos flotadores sobre el agua, una tumbona a rayas azules mal colocada, a punto de caerse. Cerré la cortina y me giré al oír la voz de un niño de cinco o seis años.
“Jo, mami, el tete no me deja dormir”, gritaba una voz estridente que se metía en mi cerebro. Un niño rubio con pijama corto, de ositos que se tiran por toboganes gigantes, con una pelota de goma en la mano derecha. “Mami, ¿puedo ir ya a la piscina? 

Volví a tragar saliva. Detrás del niño estaba la escalera que me figuré llevaba a las habitaciones. De allí llegaba el sonido de un radiocasete a un volumen demasiado alto.
“Mami, ¿qué te pasa?” el niño soltó la pelota de goma y se apoyó en la pared. No dije nada, y pasé por su lado.

Subí las escaleras. En la primera habitación, una chica de unos catorce años se miraba al espejo y se movía provocadora delante de un espejo grande, mientras escuchaba una de esas canciones que tantas veces ponen en la radio. Descubrió que la estaba mirando y se puso roja. Apagó la música y cerró de un fuerte golpe la puerta. El niño pequeño me miraba desde la planta baja, sin decir nada. El gato gordo de angorina subió las escaleras con una velocidad que no le pegaba con su estado rechoncho. En la siguiente habitación había otro niño, de unos siete u ocho años, jugando con una de esas maquinitas de marcianos, subido a una de las dos camas, intentando silbar, y lo único que conseguía era una mala imitación de un día con viento golpeando ventanas. Llegué hasta la que se suponía era la habitación principal. Mi cama individual convertida en una cama enorme de matrimonio de dos por dos metros. Las sábanas blancas, la colcha verde y las cortinas haciendo juego con el color de la pared. Una foto de boda encima de un armario mediano con cajones, hizo que viera por primera vez cuál era realmente mi cara. Era guapa, o por lo menos lo había sido el día de mi boda. El pelo más corto que ahora. Era extraño, las mujeres suelen cortarse el pelo a medida que van haciéndose mayores. “¿Qué edad debía tener ahora esa mujer en la que me había convertido?”, me pregunté. Busqué un espejo para saber quién era. La habitación de matrimonio tenía un vestidor que comunicaba con un cuarto de baño de mármol verde y beige que hacía juego con las toallas del lavabo. Cerré los ojos antes de abrirlos delante del espejo con ojos de buey que me daban directamente a la cara. Era yo. El mismo que había dormido con aquella chica la noche anterior, el mismo que pasó frío porque ayer era 13 de febrero; el que empezaba a tener entradas y ojeras; con barba de tres días y pelos en las piernas. Era yo. El que se mordía las uñas, el que tenía el hoyuelo idéntico al de mi madre, el que no se había casado, ni tenía niños. Escuché los pasos de mi perro sobre el parquet del pasillo, y suspiré. Mis dedos ahora olían a ajo, a pesar de que me hubiese pasado la mañana pelando cebollas.

Son las 11:45 am en la biblioteca de Mawson Lakes. Me acabo de lavar las manos y mis dedos han dejado de oler a cebolla, ajo o a cualquier otro condimento para preparar una buena comida. Si un día al levantaros os huelen las manos a algo que no habéis cortado para cocinar, comprobar si todo sigue en su sitio. Felices sueños a las 2:15 de la madrugada”. 

2 comentarios:

  1. el globo se parece a ti bro...

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  2. Los sueños, sueños son. Aveces sueñas cosas maravillosas y cuando despiertas, lo añoras, otras desearías no haber soñado esa pesadilla.
    un besote mami

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