Cada mañana iba al colegio por un camino diferente. Salía de casa con la determinación de no volverme a encontrar con aquella maldita frase. Era un niño que acababa de aprender a leer y cada palabra que veía era un desafío: un cartel, una furgoneta de Coca Cola, el toldo de la librería de la esquina. Mis ojos se iban siempre a cualquier palabra que estuviera representada en cualquier lugar. Me la quedaba mirando fijamente y la leía. Aquella maldita frase me persiguió desde siempre. No quería que se topase con mis ojos, porque sabía que no era capaz de decidir lo contrario: la miraría fijamente, la leería y me volvería a sentir mal por hacerlo. A pesar de que cambiaba de camino, de que mi abuelo nos llevaba al trote y algunas veces bajábamos por el parque con los dos puentes de madera, o por la avenida con los arboles recién plantados, la maldita frase siempre estaba allí. En cualquier lugar. Estaba de moda. La gente a finales de los 70 (la puta que viejo soy) y principios de los 80, escribía en cualquier pared de cualquier lugar, la maldita frase que torturo mis inicios en la lectura: “Tonto quien lo lea”.
Tenía que encontrar alguna manera de evitar leer aquella frase. No era suficiente con cambiar de ruta para ir al colegio, en cualquier pared me la volvería a encontrar. Entonces decidí que me inventaría juegos de camino al colegio. Tenía que hacerlo para que mi autoestima lectora dejara de sufrir.
Los agujeros de los árboles del paseo se convirtieron en porterías de fútbol que esperaban los disparos de cualquier cosa que me encontraba por el camino. Una colilla chutada con la pierna izquierda era siempre el primer disparo. La pierna izquierda representaba al equipo contario; si no entraba dentro del agujero del árbol, le tocaba a la pierna derecha. Chutaba la colilla y marcaba gol, siempre con mi pierna derecha. La colilla dejaba de ensuciar la calle, y yo convertía a mi equipo en ganador de cada partido. Pero me aburrí de ganar siempre al fútbol colilla (o métela en el agujero del árbol) y dejar las calles limpias de mi ciudad.
Entonces me dio por mirar las matrículas de los coches. Estaba aprendiendo a leer y las palabras me fascinaban. Las letras de las matrículas servirían para crear nombres, para crear palabras. Una serie de coches que pasaban por mi lado eran una frase con el sentido que un niño que estaba aprendiendo a leer le pudiese dar. Un ejemplo de cómo iba mi cabeza en esos momentos, podría ser ésta serie de matrículas.
“Ves NAdas Y Me MoJas LEtrinas ADecuadas, VA Tira Buenos Lodos Fecales, Bonificación De Kaka”.
Ese podía ser un ejemplo de lo que el niño que era estaba aprendiendo a construir, crear frases con las matrículas de los coches que pasaban en el camino hasta el colegio. Si ese día tenía clase de matemáticas, entonces me dedicaba a sumar o restar los cuatro números para que al final, el resultado se aproximase lo máximo al día de la semana en el que estábamos. “Hoy es: Martes 3 de marzo de 1982; o sea: 3 + 3 + 1982 = 1988”. El martes era el día 2 de la semana. Lo cual me daba la opción de utilizar el 2 como comodín para hacer con él lo que quisiera. Tenía que buscar una matrícula con el número que más se acercase a 1988 (sabiendo que el 2 me podía acercar al número que quisiera). El coche que tenía el número de la matrícula más cercana al de ese día, ganaba. ¿Y qué ganaba? “Ese día el propietario de ese coche seguro que tendría suerte”, pensaba yo de niño.
Los juegos de niños de mi infancia no tienen nada que ver con los juegos de la infancia australiana. A veces me paseo por el patio de un colegio australiano y veo a todos esos niños vestidos iguales, con su corbata, con los zapatos negros y los calcetines blancos hasta las rodillas. Ellos juegan al cricket, se lanzan una pelota ovalada de fútbol australiano o simplemente se estiran en el césped a dejar pasar el tiempo; ellas se dedican a jugar a una especie de baloncesto sin tablero que se llama Netball y que tiene mucho éxito en Adelaide, dónde su equipo femenino fue campeón nacional de la liga el último año.
Mi juego de baloncesto cuando era niño también era ligeramente diferente al habitual. Inflaba un globo, dejaba la puerta del comedor de casa medio abierta y lanzaba el globo con toda mi fuerza para meterlo en el hueco que dejaba la puerta. O cogía los cromos de jugadores de fútbol de la Liga de ese año, hacía una pelota con un trozo de papel de aluminio y montaba partidos de fútbol en la mesa del comedor. En una esquina de la mesa un equipo; en la otra esquina de la mesa, el otro equipo. La pelota de aluminio iba moviéndose de un lado al otro según la fuerza con la que golpeaban los cromos que yo controlaba. Otra vez el fútbol en una modalidad que no era la real. Los niños de mi edad jugaban en el parque y yo me dedicaba a inventarme juegos solitarios que no me iban a convertir en un jugador profesional de nada.
Aquí los niños no chutan colillas hacia los agujeros de los árboles, ni inflan globos para lanzarlos en los huecos de las puertas, ni creo que hagan frases con las letras de las matriculas de los coches. Los niños australianos se dedican a enviarse mensajes por el teléfono móvil, comerse hamburguesas en el McDonald’s de turno y teñirse el pelo de colores. Los juegos de los niños cambian en cada país, o quizás sólo lo hagan en la mente de cada uno de nosotros; seguramente los tiempos han cambiado y el niño que fui no acaba de acostumbrase a muchas de las cosas que ven los ojos del tipo en el que me he convertido. Por si acaso, yo seguiré chutando colillas a los agujeros de los árboles cada vez que vaya paseando por cualquier calle de South Australia.
Tantos recuerdos y tan tarde que se me ha hecho hoy. Acabo de escribir esta frase cuando ya pasan 29 minutos de las doce de la noche del lunes. En Madrid a las 14:59 de la tarde, seguro que Paz ya ha terminado su Autodefinido de El País. A nosotros se nos acabó el libro de autodefinidos que nos trajimos desde España. Tendré que inventarme algún juego que parezca de niños.
Foto de PD: Si el día que tengamos un hijo, Lorena y yo decidimos que su nombre empiece por S, ya tendrá matricula en South Australia. S. Corcobado Diéguez, y llegará a medir 183 centímetros de alto, que lo dice en el número de esta matricula.
Yo me acuerdo de ese baloncesto con globo era muy enano pero tambien llegue a jugar...
ResponderEliminarQUE GRANDE TOMY NKONO Y ABLANEDO 2....MUY BUENA ESTA ENTRADA BRO
ResponderEliminarPués ya tardais en darle un primit@ a Vania!!! asi qque ya sabeis !!!manos a la obra!!jajaja.. besitoossss
ResponderEliminarMuy bueno lo de las matriculas, nunca se me ocurriría. Lo de, tonto quien lo lea, si me fijaba de pequeña y fastidiaba. Un biquiño mami
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